lunes, 13 de diciembre de 2010

Nuestras ciudades (in)visibles: la ciudad de Gisela y

Atardecer en Bahía Blanca[1]

Objeto: el fin de esta ponencia será brindar a ustedes un primer acercamiento a mi trabajo de investigación, vinculado a la historia de los años finales de una ciudad de relativa importancia en el sur de lo que fue el cono sur latinoamericano.

Lo primero es determinar qué era un tren: un medio de transporte que consistía en una serie de vagones de ocho ruedas, enganchados entre sí y tirados por una locomotora, que circulaban sobre una senda metálica en que se insertaban perfectamente sus ruedas de hierro.

Este sencillo vehículo configuró una época en la historia económica y social de lo que entonces se llamaba Edad Contemporánea y hoy definimos como Segunda Edad Media. Los documentos que llegan hasta nuestros días afirman que este medio de transporte había comenzado su declinación cuando Bahía Blanca entró en lo que llamo su Época Final.

Retomemos esta ponencia: vista desde el tren de entonces, la Bahía Blanca hoy en ruinas y a medio comer por el mar debía asemejarse a un gigantesco pozo, verde y salitroso, que cae en el mar blanco. El convoy que venía desde la Ciudad Capital –Capital Federal a la nomenclatura de entonces- bajaba desde las sierras de la Ventania, el único de los nombres propios mencionados en este texto que pervive al día de hoy. Desde el norte entraba a la ciudad, después de describir una serie de curvas y contracurvas.

Los planos que atesora la Omnibiblioteca permiten inferir que desde el vértice se ingresaba al cuadrado perfecto que describía la ciudad. ¿Habrá sido la carencia de agua, la creciente preeminencia del viento o la profecía de ese autor llamado Jorge Borges, lo que finalmente determinó la destrucción de la ciudad?

Sabemos, en principio, que Bahía Blanca comenzó a quedarse sin agua justo en el momento en que este mineral líquido empezaba a suplantar al oro en el interés de los mercados mundiales. Sin embargo, no habría sido este fatal desenlace económico el que determinó su suerte. Más interesante –amén de complicado- es encarar el estudio de este desgraciado suceso a partir de la matriz social que enfrentaba a furiosos defensores de lo Opaco y los cultores de un floreciente arte, que sus apólogos atribuyen a la proverbial belleza del lugar. Puedo dar fue de ello: he revisado numerosas fotografías que los Servicios mantienen, como debe ser, fuera del alcance de la plebe alienada. Esas imágenes revelan a una ciudad de flora y fauna apenas modificada por el hombre, con arroyos, lagunas, sierras, playas y mar a escasos kilómetros. Sólo el impenitente e intolerable viento, que nunca descansaba, puede explicar el lento peregrinaje de los bahienses o bahianos –no se ha logrado determinar el gentilicio- hacia la locura final. El resto de las cualidades de su geografía era una bendición para la calma del sistema nervioso.

Autocalificados expertos en esa Historia han pretendido que ese estado mental era producto de la inminencia del final catastrófico. Yo, que he venido a marcar un quiebre en el tratamiento de este tema, sostengo que en realidad la relación fue la inversa: la locura provocó o aceleró la inevitable finalización de ese tiempo.

He recorrido a pie Bahía Blanca desde las vías del norte. Bajé por el terraplén que desemboca en el lugar donde debía estar la calle San Juan. Caminando por la senda rumbo al noroeste, unas columnas dóricas marcan la posible existencia de algún teatro de comedia o tragedia. Miran al poniente. Es posible imaginar, hoy, las tardecitas de los lugareños de aquel tiempo, tras salir de las funciones. He podido saber que se trataba de espectáculos unipersonales, donde un actor brindaba a su audiencia jocosas interpretaciones de su tiempo contemporáneo. Pero aún no acabo de entender el porqué de los exámenes a que sometían a su auditorio. Mi amigo y colega de la Universidad de Arroyo Corto, el dr. Félix Maimón, sabrá brindar mayores precisiones, pero mi sospecha es que este último acto no era más que el broche de oro de la función.

Luego, fui pasando por huellas de brea que denotaban la existencia anterior de asfalto. Supuse, no sin cierta melancolía, que por allí debía pasar la famosa calle Estomba, perfumada años ha por tilos y paraísos. Las botas quemaban y el sol del mediodía de diciembre se confirmaba agobiante. La presión sigue siendo la misma que denotaban los partes del Servicio Meteorológico. Pero el viento ya no está. Se ha ido cuando se fueron las restantes formas de vida y movimiento. Ahora, ya podrá asentarse sobre estas ruinas nuevamente la vida.



[1] Presentamos aquí esta ponencia del dr. Auguste Com. La particular modalidad de presentación obedece al cambio de estilo en los tiempos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario